El sexo después de la muerte
por Gonzalo de Miceu
Una de las particularidades de “Deadgirl”, es invertir uno de los parámetros clásicos del género de los muertos vivos. Mientras en el repertorio de películas de cadáveres vivientes, el ejército de la muerte constituye una amenaza a la supervivencia de la humanidad, “Deadgirl” pone el acento en el valor de uso de los fallecidos para un grupo de adolescentes high-school que busca ponerla. El punto de inflexión en la narración, es un cadáver encadenado a la camilla de un manicomio abandonado, hallado por J.T. y Rickie, entre vagancia y latas de cerveza caliente después de ratearse del colegio. Al poco tiempo descubren que además de sumisa y caliente, la mujer encadenada no puede morir. Se desarrolla toda una administración de sexo y violaciones pubescentes en el sótano del manicomio. Un espacio marginal y excluido de las jerarquías sociales del colegio, que impone sus propias reglas y subordinaciones.
“La gente como nosotros, es sólo carne de cañón para el resto del mundo. Pero acá abajo, tenemos el control. Acá, tenemos la última palabra”, dice J.T. a Rickie. Así se contrapone el dúo de mejores amigos, un idealista –con cierta angustia nerviosa en las expresiones faciales que recuerdan a Joaquin Phoenix-, en busca del amor eterno de la chica ahora popular; y, un realista, a sabiendas que en aquel sótano tiene un nombre –quizás por esta razón, durante las primeras secuencias, todas las líneas de diálogo de Rickie repiten y finalizan con “J.T.”-. “Deadgirl” se hace de una estética similar a la de Wes Craven en “My Soul to Take” (2010), salvo que mientras Craven trabaja el shock a partir de la insinuación y detención abrupta de la identificación, Marcel Sarmiento y Gadi Harel, complejizan el amor hacia personajes detestables. Todo teñido con la ingenuidad musical y dubitación adolescente. Lo que el conflicto entre mejores amigos pone en tensión, es la existencia o extensión de una moral convencional allí donde no hay lugar para la moral –o por lo menos esa moral-. Mientras que el proyecto de J.T. de procrear una sociedad que emerja de lo más oscuro del sótano, revela la faceta altruista del personaje, se pone de manifiesto una actitud radical con respecto a la muerte. Apropiarse de la muerte, un comunismo del deceso, hacer de la longevidad post mortem un bien sobre el cual saciar las necesidades más básicas e instintivas del ser humano.
La muerte (¿?) de J.T. es la más heroica, un muchacho que muere bajo sus propias reglas, que demolido por las leyes naturales de la preparatoria se hace un ermitaño, un loco con impulsos de crear su propia sociedad donde él sea el amo, el rey de los muertos –sería interesante plantear una lectura que vincule los motivos de J.T. y General Kurtz de “Apocalypse Now” (1979)-. La muerte de J.T. no es en vano, es el último gran sacrificio en pos de la amistad. Si leemos a Rickie y J.T. como dos caras de una misma moneda; la generosidad de J.T. en su último aliento de vida, irrumpe de modo estructural en la configuración de mundo de Rickie. Rickie incorpora su opuesto en lo que podría entenderse como una síntesis disyuntiva -de la que hablaba el escritor francés Alain Badiou-. La supervivencia del ideal inyectada por la conciencia de que la única forma de satisfacer una utopía es admitiendo las reales condiciones de existencia, llevan a Rickie a aceptar la lógica del uso necrófilo y doblegar su razonamiento idealista en conformidad con un cadáver –el de Joann- que representa el mayor provecho ante una situación extrema. Este es el cambio que se desarrolla y lleva a Rickie de un lugar inicial a otro final sin abandonar su esencia; pero, atravesado por la dialéctica que categoriza al zombi-objeto-fetiche hacia la restitución de un valor aurático al difunto viviente -¿será por esta razón que no conocemos más que suposiciones angustiosas que no revelan nada en lo relativo a Jenny Spain, la mujer muerta?-.
“Deadgirl” no es una película típica de género. Es por los constantes vacíos de información que propone y retiene la película, donde cobran vitalidad personajes de una gran sensibilidad. Los diálogos retribuyen el detalle, la minuciosidad (“No voy a mojar mi verga en una laguna de semen”), y nos lanzan al vacío existencial de todo un universo diegético que no hace más que ignorar respuestas. Hay una tensión entre el detalle explicativo que satisface al sentido común y el marco general velado. Es como si “Deadgirl” encontrara un equilibrio en la hibridación genérica que libera la imagen, no sólo de verosímiles convencionales; sino, de la necesidad de la etiqueta y la estandarización. De algún modo, “Deadgirl” se las hace para retardar la asunción de aquello ya visto, aquello genérico que remite al referente fílmico, por procedimientos que en gran parte tienen que ver con la distribución de las informaciones. La incrustación de un conflicto central en Rickie, al que podría referirse -tomando palabras de Robert McKee- como Inner conflicto, orgánicamente ramifica y despierta expectativas y tranquilidades de ya vistos que nunca terminan por concretarse. Estas omisiones que abren todo un campo en lo imaginado, debilitan la asunción directa del conflicto central, que finalmente arremete como veneno contaminando todas las puntas tempo-lineales. El conflicto florece desde un campo virtual de interrogantes como si de golpe flotara, despejara la niebla y haría visible la sangre de la película. Hay una cierta elegancia a la hora de jugar éste juego con el espectador, una sutileza respetuosa que aviva lo oculto y abyecto como síntomas constructivo de un nuevo orden social, de una nueva moral caprichosa que indaga en la erotización y detención mortuoria para elevar todo impulso insurgente, sea realista o idealista, constreñido por los mandatos verticales del desarrollo y desenvolvimiento social.
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