Jun 3, 2017

Los 4400 (2004-2007) - René Echevarría, Scott Peters


Los “4400” es una serie de ciencia ficción creada por Scott Peters y René Echevarria. Ambos  guionistas televisivos dedicados anterior y posteriormente a la finalización de los “4400”, al género de la ciencia ficción. Peters fue uno de los iniciadores del remake de “V”  (2009-2011). Echevarria viene de una larga tradición avocada al género. En los noventas como guionista de “Star Trek”, a principios del dos mil  hizo algunos trabajos en “Dark Angel”, y posterior a los “4400” en “Médium” (2005-2008).

Los “4400” fue emitida desde el 2004 al 2007. Cuatro temporadas. La primera de seis capítulos y las restantes de trece capítulos cada una. La serie retoma la desaparición de 4400 personas en distintos años y espacios y su devolución al presente como si nada hubiese cambiado, como si todo aquel tiempo faltante hubiese sido un abrir y cerrar de ojos para los desaparecidos. Todo parecería marchar más o menos bien hasta que los abducidos comienzan a desarrollar habilidades sobrenaturales en base a una mayor utilización de las potencias de los hemisferios cerebrales. Las nuevas facultades sobrehumanas tampoco son muy innovadoras.  Las mismas de siempre: telequinesis, sanadores, todos los poderes avocados a las neurociencias, camaleones, viajes en el tiempo, premoniciones,  etc. Estas habilidades –que siempre tienden a una lucha maniquea– imponen la necesaria participación del gobierno y sus fuerzas policíacas. En este caso NTAC, donde se focaliza en dos de sus agentes. Jacqueline McKenzie haciendo de Diana Skouris, y Joel Gretsch interpretando a Tom Baldwin. Ambos actores con experiencia en series de investigación policial, ya sea en “CSI” o “La ley y el orden”; y Gretsch también protagonistas de la mini-serie “Taken” presentada por Steven Spielberg en el 2002. La temática alienígena no es extraña a Gretsch, quizás por eso la primera temporada decepciona tanto. Hay múltiples indicios que juegan con la abducción alienígena, con la vida en otro planeta y su interacción enigmática con la Tierra; sin embargo, una revelación  final nos aclara que los 4400 fueron abducidos por hombres del futuro para evitar una catástrofe inmediata cercana al apocalipsis. La guerra del futuro se va a luchar en el pasado. Ese es el log-line con el que la serie intenta ser creativa. No es necesario aclarar que este tipo de argumentos  están repetidos hasta el hartazgo en la historia del cine, en la historia de la ciencia ficción y explotados a gran escala en la actualidad televisiva. Más allá de la reiteración argumental, este cambio brusco en la tensión dramática se torna decepcionante, farsante y cobarde.


Con la segunda temporada pasa algo extraño.  La segunda no indaga tanto en la guerra pre-apocalíptica entre hombres del pasado, futuro y presente como en el desarrollo y presentación de los personajes. Cada personaje y sus conflictos morales. Sea por las nuevas habilidades, sea por estar en contra de las políticas del gobierno contra los 4400 o simplemente conflictos familiares y amorosos. En esta temporada es cuando la serie empieza a tratar con problemas sociales y proyectar futuros escenarios que contengan esos valores sociales y morales usando a los 4400 como excusa. Se indaga en personajes como Jordan Collier que abre un centro para agrupar  y proteger a los 4400. Centro al cual se acopla Shawn, el curandero que abandona su familia en pos de una lucha mayor. Por otro lado Lily y Richard que sin explicación concibieron un hijo similar al de “The Omen” (1976). Este es el mejor momento de la serie y definitivamente la temporada más equilibrada.  Quizás porque cuando las series se concentran en darles peso real a los personajes –aprovechando una disposición absoluta de tiempo–  es cuando se destaca una de las cualidades materiales que las diferencian del cine.

En la tercera temporada las cosas empiezan a flaquear y desbandarse. Si la primera fue meramente una introducción decepcionante, la segunda la presentación del conflicto central  y sus personajes, en la tercera la serie pierde el eje. Podría resumirse los trece capítulos de la tercer temporada en dos o tres. Esto en parte tiene que ver porque la serie incorpora la sorpresa como recurso narrativo perseverante. Así aparecen y desaparecen personajes, muertos que retornan a la vida, saltos cualitativos en la psicología de los personajes sin un desarrollo temporal, descubrimientos científicos mágicos que cambian el curso de la historia sin mayor pretexto. El proceder de los “4400” se vuelve por momentos inverosímil. Por ejemplo, aquel bebé multipoderoso despierta en la adolescencia de noche a la mañana. Esta aceleración en la longevidad  es proporcional a una ganancia en los años de su madre, Lily –un personaje bastante fuerte en las temporadas anteriores– que se hace vieja y muere. De esta forma Isabelle, el bebé súper humano, se torna primer antagonista demoníaco de la serie, programada para destruir a los 4400 por la elite pro apocalíptica del futuro. Tom Baldwin y el resto van a luchar por una final humanización de Isabelle. La tercera temporada es una marcha acelerada para prepararle el terreno a la cuarta. Aquí se introducen nuevos conflictos de orden social. Una droga que permite a cualquiera que se la inyecte obtener habilidades especiales como la de los 4400 con una chance del 50/50 entre la muerte y la evolución. Y todos esos discursos conocidos sobre el mejoramiento de la raza humana, el gobierno conservador y militarmente estratégico para retener el cambio, y la posición media que busca la paz entre ambas facciones.

La cuarta y última temporada viene a resolver las cuestiones pendientes de las temporadas anteriores y resignificar hechos pasados. La solución es de orden religioso-mesiánico. El mesías venido a traer el paraíso a la Tierra y forzar la revolución, los diez agentes del futuro que luchan por impedir el cambio, el gobierno que está pintado, y las posiciones medias de los personajes más empáticos que buscan un puente sin bajas humanas entre los que tienen y los que no tienen habilidades. De esta forma a partir de un libro antiguo y profético –una vez más inverosímil- todos los personajes yanquis comienzan a fijar un lugar, un rol predestinado que los impulsa a luchar por una causa mayor con base en un argumento verdaderamente original: la fe.

Dos últimos comentarios. El primero en relación a este personaje, Jordan Collier. Desde la intencionalidad de los guionistas en la segunda temporada Collier es presentado prácticamente como un villano; en la tercera,  cubierto por la ambigüedad de si este tipo es bueno o malo; y en la cuarta, su final reivindicación como el mesías. El problema es que más allá de que la serie se encargue en cada capítulo, a modo de propaganda, de afirmar explícitamente que este tipo es un buen tipo; Collier es un personaje detestable. Y no uno de esos personajes detestables pero queribles. Es un personaje verdaderamente anti empático. Todo ese esfuerzo por querer darle un cierre a la serie manipulando las afecciones del público es claramente forzado e improductivo. Segundo comentario. El hijo del agente Tom Baldwin, Kyle, que en toda la serie aparece y desaparece,  que se mantiene suspendido merodeando sin un papel claro. En la cuarta temporada finalmente encuentra su lugar y se torna protagonista fundamental de la causa mesiánica. Esta especie de personaje comodín, cuyas decisiones y acciones pelotudas comen tiempo a lo largo de toda la serie, son directamente proporcionales a la terrible cara de pelotudo que tiene y que se empelotudece aún más con cada capítulo.

Si hay algo que rescatar de los “4400”, es darle lugar a un género y una temática dejada de lado por el cine hace muchos años. Así como los “4400” roba descaradamente de películas anteriores, series posteriores roban descaradamente de los “4400”. Todo contribuye a mantener con vida un género que ha pasado a la televisión y que ha dado lugar a grandes producciones todavía más meritorias que las cinematográficas.


Gonzalo de Miceu

Sobre La Chica del Sur (2012) - José Luis García

Todo lo que fue de lo que será

Las ruinas obsoletas del pasado reciente aparecen como residuos de un mundo de ensueño.
 Walter Benjamin


Entre Corea del Norte y Corea del Sur. En la frontera custodiada de Pyongyang que separa la efervescencia comunista del capitalismo occidental, es donde queda atrapado un personaje enigmático que a los ojos de José Luis García condensa las promesas de ensueño de una Corea reunificada. Haruki Murakami escribió en “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” (1994): “¿Acaso no existe en mi cuerpo una especie de limbo de la memoria donde todos los recuerdos cruciales van acumulándose y convirtiéndose en lodo?”. Estas palabras de Murakami no sólo se repliegan sobre Im Su-kyong que se torna eje del discurso; sino, que manifiestan un deber ético, por decirlo de alguna manera, del director en buscar un orden, una visión para rescatar capturas realizadas en el 89 en Corea del Norte durante el Festival Internacional de Jóvenes y Estudiantes, del fango. Esta potencia por restituir una memoria posible, lleva a José Luis García a complementar aquellas imágenes del 89 con nuevas tomas veinte años después en Corea del Sur que inesperadamente culminan con un tercer acto final en Argentina.


“La imagen mató al ídolo” (Serge Daney, 2004, 150). La película de García busca resucitar el sufrimiento de un cuerpo achatado por propuestas no concretadas. Y el proceso es similar a aquel que en el 89 por medio de la imagen carismática movilizó estudiantes y multitudes con el objetivo de acercar territorios e imaginerías hostiles. Así como el cruce de la frontera de Pyongyang marcó la fugacidad del asteroide Im Su-kyong como personaje político-pacifista clave en la lucha por la reunificación; en La chica del sur, Im Su-kyong también expele ese atrayente propio de una star, atractivo que el mismo director manifiesta, pero una star ligada al sufrimiento y al sacrificio como quinta dimensión profunda de la pérdida personal.  Podría decirse que todo el proceso de La chica del sur es inverso a la combustión estelar. Es el acto performativo del documentalista que indaga en aquella profundidad-enigma, en darle peso a la carne, en crearle un espacio propio al ídolo aniquilado para traerlo a la vida. La imagen termina siendo un daño colateral de lo que verdaderamente moviliza a Im Su-kyong. Es a partir de esta lateralidad donde se construye el discurso cinematográfico. Una búsqueda que participa en lo indecible y que le da carácter a un personaje indomable e incapaz de someterse a las reglas formales de la construcción documental.


Entre Corea y Argentina. A partir de la incomunicación nace la comunicación como espectro del reconocimiento de un Otro inabarcable. La imposibilidad misma de la entrevista a la “Flor de la Reunificación”, una entrevista que rompe con todas las reglas formales de la entrevista, abre el partido al cruce entre dos mundos culturales inconmensurables. Así como las vistas del 89 y del 2009 –más allá de que el objetivo es mucho más concreto– cargan con cierto dejo turístico o excursionista en la mirada, éste mismo exotismo también golpea en las imágenes hechas en casa, en las capturas realizadas en Argentina. El ser nacional se torna irreconocible, irreconciliable al lenguaje –que muy bien puede apreciarse en las distintas versiones del nombre del Im Su-kyong que recorren la web–. No por una narración que asume el punto de vista del extranjero, del foráneo que arriba a una patria ajena. Esta inclasificación trasciende cualquier parámetro cuantitativo y cualitativo. José Luis García nos acompaña a repensar el espacio de la frontera, no como un espacio de despersonalización; sino, como la marca de una identidad que participa del aquí y de lo aquello.

Lo que queda del sacrificio en pos de una más tarde utopía: un personaje que pertenece a Corea pero a ninguna Corea, la pérdida de un hijo, un libro sobre el Polo Sur y un viaje con destino a Ushuaia.


Gonzalo de Miceu