Sep 25, 2011

Mad Men (2007-2011) - Matthew Weiner


“Todo tiempo pasado... fue anterior”
- Les Luthiers

La imagen que del pasado suelen deliberarnos los films norteamericanos, a menudo encuentra en las décadas de los ’50 y sobretodo de los ’60, una imagen quimérica para un estado actual de las cosas que se presenta como poco satisfactorio. El pasado, en contraposición, se construye para estas representaciones convencionales como un paraíso perdido del bienestar y el crecimiento que se enmarca a su vez junto a prácticas sociales igualmente incomparables. Sin embargo, en algún momento, las cosas perdieron su rumbo. Lo que propone la serie Mad Men, es un viaje a esos “grandes” tiempos que, no resulta difícil dilucidar, concuerdan no sin poca casualidad con el auge flamante de una nueva práctica de peso: la publicidad. La premisa de la serie es la exploración de la relación establecida entre los grandes relatos ideológicos de la cultura con estos nuevos mecanismos, en el marco de una agencia publicitaria.
Cuando Walter Benjamin escribió “La obra de arte en la era de su reproductividad técnica”, tomó en cuenta el estado de un arte que – ante la emergencia del cine y la fotografía – presentaba la novedad de la eliminación del concepto de “original” identificado en sus escritos como el aura.. En las nuevas artes, describe, desaparece la posibilidad de concebir un elemento primario a partir del cual la técnica desarrolle muchas copias, porque en este nuevo momento la copia pasaba a ser el original. Es decir que la reproducción técnica dejaba de ser una derivación necesaria sólo para la difusión, en tanto pasaba a establecerse como operación fundamental constitutiva de la producción artística. Los años habrían de demostrar que esta carencia, no obstante, habría de encontrar una suerte de redención por parte de la industria cultural en toda una serie de modelos como el star-system de Hollywood. Lo ordinario, en ellos, encuentra un aspecto único que se presentará como irrepetible en pos de resucitar esta idealidad original, ahora esfumada ante la proliferación de copias. En este sentido, podemos pensar que lo que tienen en común en Mad Men, por un lado la particularidad de los grandes ideales culturales explorados (la década del ’60, la familia perfecta americana, el mito del esfuerzo) con los productos publicitados acerca de cuya génesis se busca dar cuenta, es su carácter extraordinario diferenciador. No es otra cosa que la respuesta de la industria cultural al aura de Benjamin, a ese aquí y ahora que se pierde ante la multiplicidad de reproducciones (producción industrial en serie) características del capitalismo moderno. En el piloto, Don Draper, el publicista que protagoniza la serie, propone a Lucky Strike una campaña basada en la construcción retórica del elemento diferenciador, explicando que los productos de las diferentes empresas de tabaco – los cigarrillos- son todos iguales y que la eficiencia de Lucky debía darse al presentarse como aquello que se escinde de lo común del género: el producir cáncer. El resultado es el lema de la empresa, que encuentra este carácter diferenciador en su presentación tradicional, cuyo efecto interpretativo se resume en que los demás cigarrillos son venenosos, los Lucky “están tostados”.
De la misma forma, se observa que en Mad Men, las grandes figuras que llenan libros y representaciones tradicionales (Kennedy, la gran década del ’60, la carrera espacial), así como los sentimientos más nobles, se asimilan deconstructivamente con la venta de productos y se ven asimismo opacados en su contracara amarga, por la frase que Draper profiere en el piloto. “Lo que usted llama amor fue inventado por gente como yo para vender medias de nailon”  El discurso cínico de Mad Men encuentra el correlato justo a la génesis de algunos de estas grandes figuras, que no es otro que la génesis misma de la publicidad.  El viaje hacia los “tiempos mejores” se reformula como una viaje hacia sus grietas internas, hacia la especificidad de sus propias fracturas.  La opulencia sobre la cual se construyen las relaciones sociales urbanas en el ámbito de la Nueva York de los ‘60, se contrapone contradictoriamente con el sexismo y el racismo estructural que se encuentra en sus cimientos. De igual forma, la evidencia de que los negros sean los ascensoristas, los empleados domésticos y los conserjes no sobresale por el conflicto social latente que hoy día podríamos pensar dichas manifestaciones explicitan, sino que impresiona por la indiferencia que hacia él los personajes expresan. En realidad, para ellos y para todos los agentes sociales retratados, la situación de las minorías para nada resulta una fractura social destructiva, ni siquiera un problema a resolver. La diferencia no es más que un elemento insignificante, a veces hasta “simpático” del paisaje. Se observa que el procedimiento de la serie se manifiesta en la reducción de lo aurático a partir de la expresión de la falla originaria. Del elemento que restringe lo particular a lo ordinario rechazando su carácter exclusivo en tanto se revela nada más que como un producto de la “cadena de montaje” carente de especialidad.
Asimismo, el viaje propuesto a la gran década del ’60 explora otros de estos símbolos edificados como admirables a partir, por ejemplo, de los modelos familiares a simple vista presentados. Unos modelos que se ven moldeados de acuerdo a los prototipos sociales de perfección y a las exigencias ligeramente cambiantes de los tiempos. Por un lado Draper, el marido socialmente funcional y por el otro la esposa, Betty, físicamente deseada y madre cumplidora. Un impecable equilibrio simétrico cuyo esplendor vence hasta al azar de la biología - tienen dos hijos, uno varón y otro mujer -  que a su vez remite a otra idealidad, cuya exageración no puede sino revelarse como una diferenciación aurática pretendida, pero que no obstante se asemeja a lo común de la “cadena de montaje” en tanto devienen fallas manifiestas. La infidelidad del marido, legitimada por el mandato social que se impone sobre los de su condición de hombre exitoso y que se multiplica en el transcurrir de la serie, se corresponde invertidamente con las expectativas que se ciernen sobre la esposa perfecta cuya aceptación social, sólo puede constituirse en tanto resulta designada como objeto de deseo por la misma sociedad que legitima el engaño. En un episodio de la segunda temporada, Draper le pide a su mujer que se cambie un traje de baño “insinuante” mientras que en la escena siguiente se acuesta con otra mujer en un motel de Manhattan. Está claro, nadie es perfecto.
La representación que, en retrospectiva, de estos aspectos se hace, poco nobles de por sí, se opone tajantemente a la imagen fantasmática que del final de los ’50 y comienzos de los ’60, se edificó en el imaginario popular. Una imagen que no sólo debe su constitución a lo que los tiempos posteriores tendrán que decir a su respecto, sino que también encuentra algunas de sus causas en la figuración gloriosa que la industria cultural del momento supo, a través de la lente fantasmática, hacerse acerca de sí misma. Por ello, el revisionismo crítico propuesto por la serie no se manifiesta como la construcción de un nuevo relato histórico opuesto a los otros, sino que se realiza como una crítica de la falsa conciencia sobre la cual se cimientan todos los relatos, a través de la explicitación de sus fracturas. Quizás así deba entenderse la metonimia que se plantea más adelante en la primer temporada, al identificar por proximidad al empático protagonista Draper con el entonces popular Nixon, a partir de ciertos caracteres en común (ambos se hicieron “de abajo” ilustrando el gran mito americano del esfuerzo), mientras que el “ilustre” Kennedy es homologado con el idiota de Campbell (los dos nacidos en cunas de oro), cuya contraposición con Draper – la de Kennedy - acaba aboliendo la pureza de un héroe que no puede sino resultar todavía más atractivo que en sus fallas originarias. Un héroe que además, en el transcurrir de la serie se develará como un impostor, como un ladrón de la identidad de un verdadero héroe la guerra. Una operación doblemente paradójica cuya dimensión crítica se verá, en el caso de Draper/Nixon, en la intelección posterior de los acontecimientos – Nixon habrá de resultar un presidente mediocre.
“Ser la aguja del pajar, no el pajar” reza Draper en alguna oportunidad. La función del aura se presenta clara en este nivel más inmediato: la diferenciación. Pero no obstante, Mad Men permite extraer una segunda función que contradice en apariencia a la primera: la asimilación. Una vez elaborado el modelo diferenciador, su prolongación a la vida social concatena el deseo a menudo universal de querer parecerse a alguna de las clasificaciones esbozadas. “Todas las mujeres son Jackie Kennedy o Marilyn Monroe” reza otro publicista de la serie. En este sentido, la inaccesibilidad de la estrella, su espectro distante y al mismo tiempo presente - su aura - encuentra en Mad Men no sólo un proceso de registro que da cuenta de su construcción, sino también una crítica de su falsa creencia, su falsa idealidad que acabará explicitada en la imposibilidad de su alcance y en las fallas del propio modelo.
Como dijimos, en Madmen la operación no se construye como una reivindicación del pasado en relación a un tiempo actual que lamentamos, pero tampoco como una panacea progresista tranquilizadora que nos permita aferrarnos a un confort histórico racional manifestado en cierto “que bien que estamos”, frente a un pasado adverso. Porque la imagen que del progreso nos forjamos y en la cual nos refugiamos cuando juzgamos que las cosas van bien, garantiza, cada vez, que podamos dormir a la noche. Esto –intuyo- no es así en Mad Men, porque la concepción histórica que de la serie interpreto, sitúa a las problemáticas no en oposición a los grandes relatos ideológicos (en este caso acerca de la gloriosa década de los ’60), sino en el entre de sus postulados. Unas problemáticas que resultan fácilmente detectables en la serie porque se presentan como salvadas por los avances de un tiempo posterior, cuya anterioridad en cierta forma juzgamos superada, pero que son invisibles en los intersticios de su propia especificidad (la indiferencia de los personajes). De la misma forma que hoy, esas problemáticas no resultan salvadas como algunos creen, sino que todavía se presentan como algo a encontrar. Como una cosa que aún debe ser extraída de esos intersticios.
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Años después de Benjamin, Theodor Adorno retomó el problema del aura pero no para volver a pensar su desaparición[1], sino para desentrañar la tentativa contestataria de su reinstauración por parte de la industria cultural. Según él, las diferencias entre los productos, sus distinciones enfáticas, no estaban fundadas en la realidad sino que servían más bien para clasificar y organizar a los consumidores, engañados ahora por las singularidades aparentes. Por nuestra parte, podemos decir que en Mad Men, la posibilidad de pensar esa respuesta no se muestra como una forma de manifestar el rechazo hacia la misma industria – como en Adorno - pero que se propone de una forma análoga como un pensamiento autónomo deconstructivo acerca de sus procedimientos de poder. Unos procedimientos que, desarmados hasta sus piezas más elementales, despojados de su aura, acabarán reducidos a piezas amorfas de un nuevo tipo de cadena industrial que se muestra en la modernidad como la oficina de publicidad.

Juan Almada


[1] Véase “La industria cultural”

1 comment:

  1. Una serie que muestra el machismo de la época dorada de la publicidad de estados unidos, me gusta la creación de
    Matthew Weiner
    y eso, que antes no creyeron en su idea, ahora la seria es un éxito porque muestra la verdad de una sociedad.

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