Sep 29, 2011

El gato desaparece (2011) - Carlos Sorín


De Poe y Sorín
por Gonzalo de Miceu


“Por lo general, en mis películas el guión es una especie de hoja de ruta que me indica hacia dónde voy y al que vuelvo cuando me pierdo. Pero en este caso, no. El guión es bastante riguroso porque es una película construida, con una ingeniería narrativa, cosa que se hace en el escritorio. Los márgenes de improvisación siempre existen pero en El gato desaparece fueron menores”, revela Carlos Sorín a propósito de su última película.

Es notable la evolución de Sorín desde sus primeras películas a su última producción “El gato desaparece”. Un corrimiento hacia al cine de género sin abandonar rasgos autorales que caracterizan su cine, como la mezcla entre actores profesionales y no profesionales o aquellas tomas largas que en esta película cumplen la función de puntos suspensivos, de la cola que dilata el conflicto. Es que El gato desaparece trabaja la dilatación y transfusión del conflicto entre personajes, hasta dar con una solución esperada pero retrasada y entorpecida. Ya el prologo del filme, en el cual un grupo de psiquiatras y doctores debaten sobre la salud mental y total recuperación en ausencia del paciente, es una nueve milímetros cargada. El espectador se hace parte de esta reunión que implanta directamente el conflicto, como si hubiera una complicidad entre doctores y espectadores. Médicos que en planos fijos contemplan al hablante de turno, espectadores que desde aquí van a juzgar el dictamen médico avocado a la salud mental de Luis Luque en el resto de la película. Las pretensiones medico-psicológicas se constituyen como posible lugar de verdad, lugar de verdad a poner a prueba.


El filme está filtrado por el punto de vista de Beatriz -Beatriz Spelzini-, la mujer del profesor universitario de la UBA dado de alta. Por lo que en las primeras secuencias el espectador se va a acoplar a la desconfianza de Beatriz en torno a la recuperación de su marido. Es que Sorín tiene mucho de Edgar Allan Poe en esta película. Como si el final fuera la primera decisión que tomó Sorín para luego desarrollar la historia con miras a ese final. La conducta de Luis se percibe extrañada. Miradas al vacío, cambios sutiles de personalidad, profecías auditivas de tormenta. Hay una escena en la que la pareja escucha música clásica  en una tarde soleada de reconciliación amorosa y Luis interrumpe el momento para hacer notar que a lo lejos se escuchan truenos. Ni Beatriz ni el espectador pueden oírlos, pero la tormenta finalmente se desata contra todas probabilidades, varias horas más tarde. Lo que se refuerza es esta intimidad con Beatriz que va a guiar la percepción de su conyugue. Inclusive este temor se traduce al gato negro de la familia, Donatelo -con cierta reminiscencia al cuento corto de Poe, The Black Cat-, que cuando recibe a Luis, se eriza, lo ataca y desaparece. Desde aquí la principal sospecha va a recaer en la desaparición del gato, en si Luis lo liquidó y lo escondió. Este malestar se extiende a la conducta de Beatriz, semi trastornada, semi detective. Empieza a surgir la incertidumbre de si la verdadera moción violenta está latente en la psiquis femenina. El filme abandona la extrañeza de Luis y se centra en la búsqueda desesperada, exagerada y frágil de Beatriz. Basta con colocar una escena donde acude a los médicos para que le expliquen a ella y al espectador la normalidad de su conducta ante el año ausente de Luis. Todas las expectativas tranquilizadas. Luis es un pobre tipo recién salido de largo tiempo de internación psiquiátrica y Beatriz sufre desvariaciones por un trauma sin superar. Entonces lo que parecería ser una película de asesinato y ebullición toma el tono del drama familiar burgués argentino. Esto se acentúa aún más con la final aparición del gato Donatelo una vez que la pareja se dirige en remis a Ezeiza para descansar unos días en Brasil. Toda esta apacibilidad refiere a la calma que precede a la tormenta. Como si hubiera algo extraño en la llanura marina. Es la trampa cinematográfica. Una trampa bien hecha. Hay que saber armar una trampa.

Además de la fineza con la que Sorín construye señuelos y anzuelos para hacer una víctima del espectador; El gato desaparece es una película que permite desprendernos de las cáscaras de los imaginarios nacionalistas para soñarnos fundamentalmente contemporáneos. Ya en la ambientación pulcra y brillante de la casa en la que vive la pareja -una imagen que por momentos me hizo acordar al “El joven manos de tijeras” (1990)- y la música que acompaña la narración –una música actualizada del tipo melodrama o comedio romántica hollywoodense de los cincuenta-, hay toda una dimensión de cruza entre cualidades del devenir argentino y sus implicancias con la cultural en la era global de las nuevas tecnologías. Un hijo ingeniero en informática que vive en Estados Unidos y se comunica por medio de videos vía Internet, y una hija en pareja con un nativo del altiplano, conforman la familia del matrimonio. Es que las afinidades entre los protagonistas y los personajes periféricos penetran en el meollo de las relaciones liquidas posmodernas y actores no profesionales naturalistas. La tensión entre la profesionalidad actoral se traduce en una lucha o convivencia de distintos vínculos socio-culturales en los suburbios argentinos. Como si se pusieran en tensión, o más que en tensión en amistad, elementos del cine de género y elementos del cine de autor. Como si Carlos Sorín se dejara atravesar por todas las imágenes, tanto nacionales como internacionales, para reforzar la trampa cinematográfica. Y la trampa funciona, porque es algo poco visto en el cine argentino, una manera de retrasar lo ya visto nacional y lo ya visto internacional planteando una complicidad, una funcionalidad orgánica entre claves referenciales equiparadas que comparten en su unidad, que se implican y necesitan mutuamente para dejar correr la cinta.

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