Aug 23, 2011

M, el vampiro de Düsserdolf (1931) y Fury (1936) - Fritz Lang - Parte II


por Gonzalo de Miceu


En “M” la individualidad es ingrediente monstruoso, factor a estandarizar por los mecanismos disciplinarios, a ocultar, a esconder dentro de los parámetros del orden social. Son muchos los directores que trabajan la especie del sociópata - Hitchcock, Scorsese, Kubrick-  en distintos tipos de guión. En “Fury”, ya la oposición no se da en términos de capas sociales perturbadas por el individuo anormal. “Fury” pone en conflicto el sujeto medio en busca del sueño americano contra la masa enardecida. 

Todo a raíz de una confusión, de un malentendido hitchcockeano: el doble de cuerpo, el cambio de identidades. Así, un bolsillo con restos de maní es la excusa perfecta para desarrollar dos fuerzas en potencia de eclosión. El inocente inculpado, las fuerzas de la ley que no pueden contener el murmullo local que inconcientiza las masas haciendo del pueblo un puño.  Un cine del rumor. Los medios de comunicación, en especial el periódico y la radio, agilizan las congregaciones sociales –al igual que el café, el bar- y ofrecen máximas bajo las cuales concentrar la voluntad masiva; pero, el cine de Lang continúa siendo un cine del cotilleo, de la boca en boca, de la oreja pueblerina. Los líderes son pasajeros, y bajo los 22 acusados se esconde toda la carne del chanchullo lugareño. Lo que pone en tensión “Fury” es la necesidad de un único culpable, del chivo expiatorio como eje fundamental para desligar la culpa colectiva. Las masas funcionan bajo la lógica espontánea de la demonización, demonizar al enemigo, lincharlo e incinerarlo en su celda. Las estadísticas de linchamientos arrojadas por el abogado acusador en el juicio, ponen de manifiesto una voluntad moral de revisar el código humano de conducta social. 

No es que en los mundos de Lang haya finalmente un ámbito garante de justicia y paz –como se podría pensar en Hitchcock-; pero, hay una decisión conciliadora que apuesta al orden, a un funcionamiento casi utópico del orden que se sostiene en razones que nada tienen que ver con el respeto a la conducta socio-legal. Más bien al asomar de un nuevo hombre, inconcluso, que alcanza momentos de lucidez por medio de la auto-racionalización de las pasiones en el interior del sujeto. A la falta de encause pasional, el personaje es perseguido, delirante, se convierte en un demente atormentado por los fantasmas de sus cúspides tempestivas. A modo de profecía,  Joe Wilson ve los rostros de los 22 acusados en las vidrieras, el número 22 se hace condena; pero, también se le conceden estas epifanías para favorecer una proyección futura de tormento. Es la pérdida de su comprometida Katherine Grant, aquello que actúa como eje de acción para un personaje desorientado que vive en la invisibilidad legal guiado por un motín interno de venganza. Es la promesa del amor lo que lleva a Wilson a enmendar  sus acciones, del amor y la culpa. Quizás sean estas categorías proféticas las que se le niegan en “Scarlet Street” (1945) a Christopher Cross  -Edward G. Robinson-. Podríamos decir que “Scarlet Street” es la contracara de “Fury”, en lo respectivo a las consecuencias de la responsabilidad moral de lo ilícito.  Dos salidas diferentes, o la reparación a tiempo de un hostigamiento a venir o el eterno vagabundeo martirizante. 


La lógica sobre la cual evoluciona “Fury” consta de tres partes. En primer lugar la elección de un culpable azaroso a castigar. Culpable satanizado que invoca suplicio por mano del pueblo. Espectáculo para la masa, castigo y función social. La prueba no es necesaria, tampoco la confesión, la masa amotinada sacia su sed de muerte por predigitación inconsciente. 

Wilson escapa al incendio del departamento de policía fortuitamente, sin que nadie sepa de su supervivencia. Desde aquí se desarrolla la segunda etapa en el film, la lucubración de Wilson para engañar al poder judicial manejando a distancia los hilos del tribunal; y, conseguir pena capital para los 22 acusados y perjurio por falso testimonio a todos los habitantes del pueblo. Las estrategias de Wilson ponen en jaque todo el funcionamiento jurídico-legal, su vulnerabilidad e inoperancia. Durante el juicio se evidencia el rol ambiguo de los espectadores, testigos y agentes de acción. Las intenciones de los habitantes del pueblo –por encubrimiento- tienden al olvido, a una reestructuración consiente de la memoria colectiva, a desvanecer la culpa entre todos los implicados. 

La resolución final y el dictado de sentencia están atravesados por la conciencia del protagonista, por un dilema moral. La sed de venganza contra el futuro tormento, contra la pérdida de Catherine. Esta dimensión le otorga al film una cualidad fabulesca de moraleja. Por un lado una crítica directa contra el fervor carismático e irracional de la masa y la vulnerabilidad del sistema jurídico-penal, por otro, la consecución del objeto de deseo amoroso. Consecución guiada por el modelo del “actuar bien” individual. 


Tanto “M, el vampiro de Düsserdolf” como “Fury” trabajan el accionar de la masa, la demanda de justicia popular y los fantasmas del respaldo estatal. Hay un miedo inherente a la masa alocada en Lang. Un miedo que en “Fury” concluye con una lección moral y en “M” con un vacío trágico en los rostros de las madres de las víctimas. En todo caso, los personajes de Lang siempre están atravesados por lo irrecuperable, por la falta, que puede decorarse con reconciliaciones sociales como desembocar en la tragedia, en el devenir humano, errante, embestido por leyes eternas y convencionales.

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