John McClane es, en su génesis, un héroe posmoderno. En él se combinan por una parte, un sentimiento nostálgico por un pasado que ya no existe – la admiración hacia John Wayne y Roy Rogers – con un desfasaje manifiesto entre el personaje y su tiempo. Desde el primer film de la serie, el protagonista de “Die Hard” se encuentra envuelto en un medio que le resulta extraño: rodeado de aparatos tecnológicos tales como el fax y los tableros de ascensor, no sabe cómo comportarse. Su lucha se desenvuelve en la atmósfera de un tiempo que no es el suyo.
La figura del héroe en la saga “Die Hard” se da en una primera instancia, a partir del rechazo a un tipo social característicamente contemporáneo: el del burócrata. Figura que encarnan los agentes del F.B.I en el primer film y el personaje de Dennis Franz en el segundo, y que repetitivamente complican la lucha obstinada y salvaje del protagonista por salvar el día. Análogamente, McClane, un cowboy de los viejos, ya no se enfrenta contra los bandidos tradicionales de los westerns de antaño, o siquiera al enemigo claro que significaba la Unión Soviética y sus “idealistas”. Tampoco a los terroristas, todavía ausentes del imaginario norteamericano años antes del atentado a las torres. Desde el primer film hasta el último, la naturaleza de la amenaza emerge de los circuitos del mismo sistema que lo legitima. Se trata de los mercenarios, signos latentes del neoliberalismo y de la lógica imperante y despiadada del mercado. Expiados de todo convencimiento ideológico tradicional, el motor de las acciones de estos enemigos se sostiene sobre la misma lógica del capitalismo salvaje: la maximización del beneficio y la búsqueda de riqueza. En otras palabras, la ideología del mercado.
Se trata del desfasaje de un protagonista que se identifica con la música de Creedence y los modos de John Wayne, con un tiempo histórico que se le ha adelantado demasiado: ahora es su mujer la que trae el dinero a la casa. El resultado: un héroe que no tiene el aval de la autoridad, un individuo que como consecuencia de su aislación, debe actuar en solitario contra unos antagonistas que se le oponen no sólo moralmente, sino también en la identificación con un momento de la historia que se mueve demasiado rápido.
La velocidad de las relaciones posmodernas, signadas por el peso de la tecnología cuyas formas se fueron complejizando en los últimos 20 años, resultan ilustradas en el devenir de la saga. Así es como en el segundo film, los mercenarios se desplazan hacia el interior del ejército. De esta forma se le da al problema una complejidad mayor, al perforar la lógica del mercenario en el seno de los mismos sistemas de defensa que deberían de reprimirlo. Ahora, el líder de la represión es en sí mismo, un adversario a combatir, un conspirador contra su propio gobierno.
Acerca de los sistemas de representación conspirativos, Fredric Jameson escribe: “En el momento en que nos damos por vencidos y ya no somos capaces de recordar de qué bandos son los personajes y en qué relación se les ha mostrado con los demás, es cuando seguramente hemos comprendido la verdad profunda del sistema mundial (sin duda nadie se sorprenderá ni le resultará novedoso descubrir que el jefe de la CIA , el vicepresidente, el secretario de Estado o el propio presidente estaban secretamente detrás de todo). Esas confusiones –que evidentemente tienen algo que ver con los límites estructurales de la memoria- parecen señalar un punto sin retorno, mas allá del cual el organismo humano ya no puede ajustarse a las velocidades ni a las demografías del nuevo sistema mundial.”
Borrándose la línea divisora tradicional entre un yo “bueno” y un otro “malo” que sustenta los films clásicos, ahora el enemigo pasa a ser un ente difuso, cuyas formas se reconstituyen en el tiempo contaminando a menudo lo que otrora era visto positivamente. La sentencia que este nuevo esquema pareciera afirmar, resulta de que “si todo se vende y se compra, entonces, nosotros también”. “The rules can always change” repite Thomas Gabriel en el ultimo film.
Así ocurre que, como escribe Jameson, el sistema de representación característico de la posmodernidad (la conspiración), cuya condición de posibilidad es el marco de unas relaciones que han tornádose caóticas y difusas, habrán de prolongarse – profundizándose – en las siguientes dos películas. Ya para la cuarta, las velocidades del mundo de la tecnología habrán de haberse acelerado tanto que la brecha entre el héroe y su tiempo casi parece insalvable. De ahí que el contexto del último film sea el mundo de las computadoras y las redes de Internet. No obstante, allí permanece McClane, acompañado esta vez de un tipo social característicamente posmoderno: el hacker. El único individuo que sabe desenvolverse en el marco de la velocidad de la demografía contemporánea.
En los films posmodernos, suele ocurrir que las respuestas a los problemas de nuestro tiempo, no recaen sobre soluciones nuevas y originales sino que remiten a la reivindicación de un tiempo pasado que la existencia de los McClane no dejan de metaforizar. Es por ello que, como escribe Jameson en “Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío”, frente a las nuevas coordenadas caóticas de la realidad, en el imaginario posmoderno la única forma de superación resulta en el anhelo de un pasado que como el polvo en los antiguos westerns, ya ha sido barrido por el viento. No obstante, en el cuarto film de la saga “Die Hard”, ésta tesis pareciera encontrar –quizás a falta de otra opción- una nueva síntesis. Porque aquí la reivindicación de un pasado mejor resulta insuficiente para vencer la tecnología posmoderna con la que los nuevos mercenarios se desenvuelven. Acorralado y sin salida, la única alternativa que los John McClane de los films contemporáneos parecieran encontrar, es entrar en alianza con los elementos característicos de un tiempo histórico que desde su génesis, aparentaban rechazar.
Juan Almada
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