Jul 22, 2011

Bad Lieutenant (1992) de Abel Ferrara


Entre las ficciones que giran en torno a la corrupción policial, la ciudad viciada y el mundo de la ferocidad, se inscribe Bad Lieutenant, un film de Abel Ferrara del año 1992. Su asunto, no obstante, no resulta de la conciliación entre un detective ilustre y un mundo corrompido, sino que se propone como un retrato de la manifiesta delgadez entre dichas esferas. El investigador está ahora degenerado por las mismas fuerzas que debe combatir.   
En Bad Lieutenant hay un abismo entre el enigma de la violación y su esclarecimiento. Pero no porque las condiciones para esa resolución estén clausuradas como “Rosebud” en Citizen Kane, sino por la propia incompetencia del sujeto detective. Un abismo que no es tanto una problemática técnica como la falta de evidencia o el paso del tiempo, sino que resulta de un vacío que se rellena por las actividades aberrantes del propio investigador. 
En el film de Ferrara, la figura del detective ya no se invoca como una luz que ilumina rincones oscuros del mundo criminal, sino que ahora es la ferocidad de esa oscuridad, la que librada a su propia suerte corrompe al centro de iluminación. El personaje de Harvey Keitel consume el tiempo entre las drogas, las apuestas y el alcohol, pero su comportamiento aberrante no es más que un pequeño núcleo corrupto desbordado por una red urbana absolutamente adulterada. Y sus funciones, en cuanto detective, quedarán absorbidas por las actividades de ese bajo mundo que ahora constituye la totalidad del paisaje.
En las ficciones de detectives tradicionales, la condición de posibilidad para la resolución del crimen consistía en que el investigador debía provenir de otro lugar, es decir, de un espacio exterior al de la atmósfera delictiva. Pero ahora, sucede que el detective está tan contaminado por ese mundo, por esa atmósfera, que la resolución ya no puede llevarse a cabo por la sagacidad de su propio intelecto, como ocurría en Sherlock Holmes o bien en la novela negra de Chandler y Hammett, sino por efecto del azar: una mujer se le acerca arbitrariamente señalándole a los violadores. Es así cómo la figura del detective es vaciada de toda entidad –dado que no investiga realmente- y su constitución en cuanto tal se reduce a la simple formalidad de la etiqueta del trabajo que el personaje desempeña: el ser un teniente de policía. No obstante, este desfasaje entre las expectativas que de él se tienen y lo que actualmente resulta, se materializa también en el interior de la propia constitución del teniente. Siente culpa por su propia inutilidad, por su propia imposibilidad de hacer justicia y tiene visiones de Jesús. Está claro: la única motivación posible ya no pasa por restituir un orden que ha sido quebrantado o desenmascarar una situación tenebrosa, sino por las ansias de una redención individual en el marco de un universo podrido.
El personaje de Harvey Keitel ocupa un lugar de indeterminación. No sólo porque su nombre sea un misterio, sino porque tampoco le fue asignado el caso del que súbitamente decide ocuparse. Las evidencias que recolecta tampoco resultan de su propia obstinación, sino de un interés esporádico que se intercala con las prostitutas que frecuenta y sus obligaciones domésticas. Se observa que aquellos testimonios que escucha no resultan tampoco de una obsesión fabulosa, sino de  un mero atender casual a las confesiones que a otros policías -los verdaderos investigadores-, los involucrados les hacen.
Por ello, en Bad Lieutenant la forma que la investigación asume, abandona sus causes tradicionales y se reconstituye como un vagabundeo casual que sólo habrá de justificarla en tanto se  reafirme como una posible forma de redención. Los ideales nobles quedan fuera de la ecuación. De alguna forma, pareciera que cuando todos los centros de iluminación hayan sido absorbidos por la oscuridad, la única solución posible pase por una salvación individual. Y la justicia, que análogamente ya no puede materializarse en un mundo absolutamente corrompido, deba articularse en torno a un lugar exterior a dicho mundo. Los criminales ya no son entregados al poder judicial, ni siquiera ajusticiados por un agente poderoso sino que son –en un gesto patético- expulsados de la ciudad por el propio detective. Como si la deportación  o la extirpación del criminal de su espacio constitutivo alcanzara para redimirlos, tanto a ellos como al detective, que acabará no obstante, consumido por las mismas fuerzas atroces entre las cuales naufraga.

Juan Almada

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