Jan 31, 2011

"Anticristo", una película sin Demonio

El origen del mal


Desde la presentación de “Anticristo” en el Festival de Cannes, la película se vio envuelta en un sinfín de controversias. Acusado de misógino, de inmoral, repudiado por proyectar en primer plano una mutilación de clítoris y la eyaculación sangrienta del pene erecto de Willem Dafoe, Lars von Trier defiende su obra en la conferencia de prensa posterior al estreno, afirmando: “Soy el mejor director del mundo” y “Hago cine para mí”. Más allá de la calamitosa polémica que gira en torno a la figura y última producción del director, este se las hace para generar un enfoque singular al origen del mal en el género del terror.

En “Anticristo” pesa toda aquella tradición de un cine de terror ligado a las fuerzas de lo paranormal. El título del film remite indefectiblemente a películas como “El Exorcista”, “La Profecía, y todo el reciclaje de los noventa vinculado a este folclore. Lo que destaca a Lars von Trier en esta práctica es invertir una relación patente en el género. Usualmente sus antecedentes incrustan lo sobrenatural en un medio humano, donde se representa las fuerzas de la vileza encarnadas en el seno de la humanidad y sus consecuencias invasivas. En estas películas lo sobrenatural se presenta como algo exterior al hombre que toma posesión y moldea al individuo para actuar a partir de este. Una naturaleza taumatúrgica suple a la esencia puramente humana estableciendo un conflicto espiritual exterior al hombre. En “El Exorcista”, la maldad de Sharon proviene del poder de Lucifer. En “La Profecía, Damien Thorn, representa directamente al hijo del diablo.

Lars von Trier coloca lo propiamente humano en un medio sobrenatural. Este procedimiento es tanto narrativo como estético. El relato gótico penetra desde la contextualización y el metalenguaje, a través de los simbolismos y analogías bíblicas, para dar conciencia de una fuerte humanidad  en un entorno místico cuya incidencia se torna esotérica y secundaria. El bosque siniestro, la cabaña alejada, la personificación animalesca y el fuerte vínculo con el Antiguo Testamento, sirven de sustento estético para dar la nota de lo siniestro, de lo terrorífico; sin embargo, la maldad posee un lugar privilegiado. La maldad es inherentemente humana y reside en la naturaleza del individuo purgando al hombre del facilismo religioso con que expía sus pecados. La naturaleza viva, el lobo que habla, los árboles esqueléticos, son la materialización con la que el hombre mistifica el mundo, una mirada necesaria para la comunión con la totalidad. La maldad no es ajena al sujeto y no pertenece a un mundo maravilloso; sino, que es intrínseca al hombre y en este caso brota en el cuerpo de la actriz inglesa Charlotte Gainsbourg.

La primera parte del film desarrolla un argumento psicológico y dramático relativo a la perdida del único hijo de una pareja en albores de unión. Un psicólogo de apariencia fría y soberbia que rompe los códigos de su profesión intentando auxiliar el llanto desconsolado de su esposa. Quizás si no hubiera un vínculo emocional tan fuerte entre doctor y paciente los efectos no serían los mismos; pero, se hace inevitable no priorizar el débil rol de acompañante amoroso antes que el de profesional  insensible de aspiraciones redentoras. Esta carencia pesa y el dilema moral alcanza a la audiencia. Él se muestra como un personaje detestable, mientras que ella recibe la mirada de la víctima imposibilitada. Víctima de tragedia familiar y de la imponente figura masculina que busca forzarla a superar el acontecimiento.

Es a partir de las expectativas que genera la película en esta primera parte, que el bosque del Anticristo hecha raíces en el corazón de la humanidad. Lars von Trier sustituye el crescendo de la maldad extraordinaria por desgarro de expectativas narrativas. Aquí reside la maldad. Aquí reside la culpa por el juicio condenatorio a Willem Dafoe en las primeras secuencias; y, el violento descargo contra la atormentada costilla mientras la película  revela paulatinamente la veracidad de los acontecimientos que en primera instancia pecaron de ilusionistas.




Texto escrito por Gonzalo de Miceu

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