“Maybe I think we should be grateful… grateful that we’ve managed to survive all of our adventures, whether they were real, or only a dream…”
Alice Harford. Eyes Wide Shut.
Stanley Kubrick es un cineasta de dificultosa clasificación. A simple vista no parece moderno, en tanto que su cine no se construye sobre las impurezas de la realidad, pero tampoco se aparenta como clásico, dado que sus films no se enmarcan completamente en la integridad de los géneros.
En su artículo “Más grande que la vida. Notas sobre el cine contemporáneo.”, Silvia Schwarzbock esboza la teoría de que en el cine actual se manifiesta una nueva fase de la cinematografía, en donde las formas anteriores – el clasicismo y la modernidad - se reciclan como una tensión latente dentro de las películas. No quedando olvidadas o caducas, sino asentándose como un conflicto interno que asume las formas de pureza e impureza.
“…recién con el cine contemporáneo aparece un discurso donde se puede reconocer la diferencia entre la dimensión moral del cine y un mundo –el real- que carece de esa dimensión. Allí, lo incompatible entre ambos se recorta sobre un fondo común, porque existe un horizonte de significación que hace de la diferencia una diferencia.” [1]
Películas como Lolita o Full Metal Jacket parecerían dar cuenta de esta situación. Dado que en ellas, se retratan ficciones en donde las pulsiones contradictorias del hombre se presentan en tensión con las distintas normas. Siendo los preceptos morales en el primer caso y el reglamento del ejército en el segundo.
Pero es en Eyes Wide Shut - su última película- donde se despliega un mundo en el que el deseo en la órbita de una normatividad familiarista y capitalista, erige una especie de pureza. Una convención fuera de la cual nada se permite, y que sabido es, construye las bases de nuestra cultura. No obstante, tal como se presenta, aquel marco es amenazado por la fuerza pura del deseo. Que se impulsa sin dirección y carente de moralidad. De ahí que el mundo de Bill Harford, el protagonista, se sacuda ante la confesión de su esposa Alice, quien le declara haber deseado a otro hombre. Dando lugar a un nomadismo de compleja lectura en el que el compromiso matrimonial de Bill es puesto a prueba.
Todos ellos, factores de una deriva fundada negativamente - como una carencia o una falta -, en tanto es motivada por una desmarca de la cultura: la mujer como sujeto de deseo, y no como una pulsión afirmativa del personaje.
Pero se constituye además, dicha errancia, como la posibilidad de un sueño. Principalmente través del monólogo con el que el personaje de Nicole Kidman cierra el film, dado que este inaugura – en retrospectiva - una potencialidad de lectura. La posibilidad de que el circuito de imágenes que, previamente, se habían configurado como una manifestación errática del deseo de Bill Harford, puedan ser leídas también como una deriva inconsciente de sus sueños. Nos referimos aquí, al desfile de escenarios, de circunstancias, de situaciones ópticas y sonoras puras en términos de Deleuze, que lo habían vuelto un espectador de sus propias pulsiones prohibidas. Como una imagen cristal que alterna entre la vigilia y el sueño asumiendo cada una la forma de una actualidad/virtualidad intercambiable. Constituyéndose la inicial virtualidad - la vigilia - como aquel no-lugar donde las pulsiones dormidas buscan fallidamente actualizarse.
Pero no se trata aquí de un truco barato aprendido en alguna escuela de cine, o de un sobresalto final que pretenda, a través del manto de duda, esbozar una conclusión fácil para un film que no la necesita. Sino que la frase se teje, en su lugar, en coherencia con ese circuito incompleto – o conjunto de circuitos – por los que Bill transita. La paciente, la prostituta y la orgía, todas ellas pulsiones ilícitas cuya concreción se va interrumpiendo repetidamente. Dado que son el marido, el llamado de Alice y el reconocimiento en la orgía, aquellos agentes de un superyó represivo que se va interponiendo en su vagabundeo deseante. Además de la escena en la que Alice descubre la máscara, cuya efectividad no se fija tanto por el valor del disfraz en sí, sino por el descubrimiento de la interioridad de su esposo que dicho hallazgo asienta. Otro punto en donde el film se revela como filtrado por el inconsciente de Bill Harford, espacio complejo donde a través de los hechos se sucede su resentimiento, su deseo y su culpa.
Pero por otra parte, es el “fuck” final de Alice Harford aquel dispositivo erigido como una tentativa por relativizar la importancia de la voluntad de su marido. Quizás como un intento impaciente por devolver el orden y por reintegrar la normalidad. Porque son estos dichos, los que explicitan la tentativa burguesa de reestablecer la pureza, de devolver – en otras palabras – el placer sexual a la órbita de la familia. Y de restituir el orden ideal amenazado por el devenir puro del hombre.
[1] Silvia Schwarzbock. Más grande que la vida. Notas sobre el cine contemporáneo. Kilómetro 111, número 4. Pág. 17
Juan Almada
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