May 22, 2011

The Long Goodbye (1973)

La última chance de Marlowe
Benjamín Harguindey, 22/05/




El largo adiós es un acto de nostalgia, un film noir sin negrura: una historia de detectives que ya no necesitan de callejones sin salida y tugurios de mala muerte para develar un misterio. El misterio se encuentra a pleno sol, en casas de veraneo apasteladas y sanatorios clínicos, el detective posmoderno no tiene nada para investigar, sólo visitar los espacios y recorrerlos con su presencia. La figura del detective – o el arquetipo del detective, Philip Marlowe – está ya tan saturada de sentido que cualquier acción se vuelve redundante.
Leigh Brackett adaptó la novela de Chandler a veinte años de su publicación; treinta años antes había trabajado con la figura de Marlowe en The Big Sleep (Hawks, 1946). Brackett tiene la rara distinción de trabajar con un mismo material de un mismo autor sobre un mismo personaje a treinta años de distancia. En este sentido, El largo adiós se hace largo por los treinta años que separan el Marlowe de Humphrey Bogart del Marlowe de Elliot Gould; el adiós lo dice Brackett (su último guión) a Marlowe, a la par que la audiencia se despide del verosímil del film noir.
La cámara encuentra a Marlowe despertando en su cama “del gran sueño”, efectivamente resucitado en la década de los ‘70s. Inmediatamente se vuelve evidente que el neo-Marlowe está socialmente descolocado en su nuevo hábitat temporal cuando gasta los primeros 10 minutos de la película buscando comida para gato a las tres de la madrugada. Falla miserablemente: compra de otra que no es la corriente y no logra engañar a su gato para que la coma. Un rato después Marlowe es interrogado por dos detectives. Si ineptitud para relacionarse con el zeitgeist de la nueva era lo compensa con su aptitud para la convención genérica y un destello de meta-conciencia. “Estas es la parte en que uno de ustedes dice Callate, yo hago las preguntas, no?”, pregunta.
El film noir fomentaba una cierta estética del extrañamiento y lo onírico en la construcción de sus espacios. La California apastelada de Altman gira por completo esta noción: ahora es el detective quien deambula extraño y raro, desencajado de cada plano que pisa. Todos los planos de The Long Goodbye se mueven: no hay un solo plano fijo. Es una de las pocas películas construidas enteramente con paneos, tilts, zooms y demás parafernalia dinámica, pero ni un solo plano fijo. El movimiento tiende a la insidia imperceptible, lo que genera una cierta cualidad airada que no termina de sentar a Marlowe en ninguna de las situaciones construidas. En otras palabras, el héroe no pertenece a ningún lugar, sino a otro tiempo, por lo que ninguna situación puede “fijarle”.


Hay uno y dos casos, eventualmente. Marlowe sale a trabajar. El recorrido del detective lo pasea por una Los Angeles que no comprende ni a la cual pertenece. Si en los ‘40s el detective tenía la facultad de poder insertarse tanto en el círculo legal como en el de la ilegalidad, aquí no pertenece ni logra penetrar en ninguno: el deambular de Marlowe está más condicionado por los espacios que recorre que por su propio deducir o accionar. Deleuze toma a Altman junto a Lumet y Cassavetes y cita a este último como posta del neorrealismo norteamericano: “Se trata de deshacer el espacio no menos que la historia, la intriga o la acción”.
Tal es el dominio del espacio que todos los elementos parecen estar diciéndole adiós a la figura obsoleta de Marlowe. En efecto, “The Long Goodbye” (la canción de John Williams) comprende la totalidad de la banda sonora de la película. Esta multiplicidad se establece en la misma secuencia inicial, en la que un montaje paralelo sostiene dos situaciones, ambas musicalizadas con distintas versiones de la canción, alternándose una con la otra. La canción seguirá apareciendo en la radio, en los silbidos y hasta en los timbres de las casas, a modo de himno mortuorio para el detective.
Sólo dos veces se quiebra esta serialización: al principio y al final. Es la misma canción (“Hurra por Hollywood”) y abre y cierra el film de forma celebratoria, introduciendo al detective y luego marcando su salida. El final tiene a Marlowe disparando la única bala de la película, un tiro al corazón de su amigo luego de descubrir el engaño que le ha metido en todos los enredos del film. Su amigo descarta cualquier noción de traición (“Para eso están los amigos, ¿no?”) y ofrece un trago. Marlowe lamenta la desaparición de su gato y mata a Terry Lennox a sangre fría.
El disparo de Marlowe funciona en varios niveles de significado. El que Marlowe apele al recurso más arcaico del género – la bala – para concluir una película “más allá de la modernidad” da cuenta de la distancia que le separa de su amigo y los códigos éticos que rigen la sociedad del hoy. La deslealtad de un amigo es algo que en la California de Altman se sobreentiende, pero en la esfera moral de la cual Marlowe ha sido extrapolado por Brackett, es una herida más terrible que un disparo. Es, además, un retorno al Hollywood del gatillo fácil (de ahí el retorno de la canción).

En The Third Man (Reed, 1949), un detective termina traicionando y matando a su mejor amigo. Aquí el rol se invierte: la sociedad en los ‘70s se encuentra en una esfera de trastorno tan retorcido que ahora son lo amigos, y no las figuras de la ley, quienes cometen el crimen afectivo de la deslealtad. Ambas películas concluyen con un mismo plano: la mujer del difunto se acerca en profundidad de campo y pasa de largo al asesino. En la primer película, la femme fatale ignora al asesino; en la segunda, es él quien la ignora a ella. Esta doble reversión funciona a modo de imagen especular: retrata la primera una sociedad que hace justicia dentro de la legalidad, mientras que la segunda, el único modo de hacer justicia es la bala disparada con salvajismo afectivo, de sensibilidad herida. El hecho de que Lennox “ya esté muerto” exime a Marlowe de cualquier penalidad, de todas formas.
Durante los ‘70s nace un género acomodado entre el policial y el detectivesco: el género conspirativo. La mayoría de estas películas funcionan a modo de denuncia social (la culpa ya no es de la anomalía, sino del patrón mismo) y se centran en un inocente metido en una gran conspiración que debe comprender y develar (los films de Alan Pakula son un buen ejemplo, al menos por esta década).
A Marlowe, despertado recién de los ‘40s, le falta la cualidad de la paranoia para encajar perfectamente en este modelo. Para Marlowe todo tiene sentido no por algún tipo de pulsión hermenéutica sino porque posee lo que los demás no: valores de amistad. Esta férrea creencia es quebrantada al final, que termina por convertir a Marlowe en “un bruto de otra época”, trágico por no poder afianzar sus valores en la moderna.


El suicidio de un personaje calcado de Hemingway (un estereotipo bombástico y alcohólico demasiado genial para sí mismo, interpretado por Sterling Hayden) compone parte de esta estructura del adiós. Otro personaje, un guardia de barrio privado, somete a quienes entran y una moderna prueba de caballería: imita a actores de la calaña de James Stewart y Cary Grant antes de ceder paso a nadie. El visitante debe adivinar de quién se trata. Estos guiños construyen un panteón de semidioses muertos que no han legado a la sociedad que los creó otra cosa más que su imagen, que ya no tiene significado y sirve como insignia de tiempos anteriores, pero incomprensibles.
La sociedad ha pervertido los valores que corresponden a Marlowe. El colmo de esta noción llega cuando un mafioso parte una botella de vidrio contra la cara de su novia, para asustar a Marlowe. Luego amenaza. “A ella la amo; tú ni siquiera me caes bien”. Junto a la bala de Marlowe, éste es el único despliegue de violencia que ofrece este film detectivesco. El exabrupto perturba a Marlowe visiblemente, aunque sea unos instantes. De repente nos damos cuenta que quizás Marlowe no está retrasado en relación a su tiempo. Quizás también está adelantado, demasiado adelantado. Algo es seguro: para Brackett, la figura de Marlowe se ha desfasado del tiempo y el espacio. En la modernidad, no hay lugar para él.

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